19-05-2010
J. Benach / C. Muntaner
Rebelión
Junto a la crisis socioecológica, la desigualdad social es probablemente el tema más importante de nuestra época. Un dato lo ilustra: el 1% más rico de la población mundial acumula tanta riqueza como la mitad de la población más pobre. Esa desigualdad afecta dramáticamente a la salud y el bienestar de niños y adultos, ya que gracias a nuestros sistemas sociales (mayormente capitalistas) la mayor parte de los habitantes de la tierra no poseen el bienestar material y social adecuado para disfrutar de una vida digna y sana. La gran mayoría de los nueve millones de niñas y niños que mueren al año lo hacen en unos países deliberadamente empobrecidos cuya mortalidad infantil es 30 veces mayor a la de los estados enriquecidos y lo hacen por causas evitables como la falta de agua potable y alimentos. La esperanza de vida global es de 68 años, pero alcanza los 80 en los países ricos, mientras que es de 50 de media en África y no llega a 40 en Zambia o Zimbawe. Una niña recién nacida de Sierra Leona vivirá 43 años menos que una niña sueca. Para eliminar esta desigualdad abyecta no solo hay que empezar por lamentar estos datos, como hacen los liberales, sino mostrar su interdependencia.
Pero la desigualdad en la salud es un fenómeno que no sólo afecta a los países empobrecidos por la colonización, la dependencia o el imperialismo de un sistema mundial que lleva más de cinco siglos, sino a todas la sociedades: en general, cuanto peor es la situación socioeconómica, peor es también la salud. En el barrio pobre de Calton, en Glasgow, la ciudad escocesa, la esperanza de vida promedio es de 54 años, ocho menos que en la India. Doce kilómetros al norte, en la zona rica de Lenzie, la esperanza de vida sube a 82 años, un hueco de 28 a. de vida.
Contrariamente a lo que sostiene un pensamiento biomédico hoy hegemónico, la causa fundamental de estas desigualdades en la salud no radica en la genética, en los mal llamados “estilos de vida” (que sugieren elección personal) o en los servicios sanitarios, por importantes que esos factores sean. Las enfermedades “exclusivamente” genéticas son sólo una proporción muy pequeña de los problemas de salud pública, y una predisposición genética a menudo puede ser contrarrestada con intervenciones sociales apropiadas. Por su parte, los estilos de vida y la atención sanitaria se relacionan con factores sociales, como muestra el hecho de que las clases sociales más pobres tienen una mayor probabilidad de alimentarse peor, fumar, beber alcohol en exceso y tener peores servicios sanitarios. En realidad, la salud no la elige quien quiere sino quien puede, y hoy tres cuartas partes de la humanidad no pueden elegir libremente vivir en un medio ambiente o unas condiciones laborales saludables. Un informe de la Comisión de Determinantes Sociales de la Organización Mundial de la Salud (OMS), conocida por su talante cauteloso, lo confirma al señalar que la acumulación tóxica de factores sociales injustos y evitables, como la desigualdad económica, incluidas la precariedad laboral, la contaminación ambiental, la inseguridad alimentaria, no tener una vivienda digna, o la falta de participación y democracia producen una mayor inequidad en la salud. La comisión llama a esos determinantes sociales las “causas de las causas” de la desigualdad en la salud.
Si las causas que subyacen a la desigualdad en la salud son sobre todo sociales, también deben serlo las soluciones. Por ello, las políticas sociales para mejorar la equidad debieran ser una prioridad de gobiernos, partidos, sindicatos y la sociedad en general. Y ello, no sólo porque las políticas pueden reducir la desigualdad en la salud, sino porque analizar su evolución permite valorar el grado de justicia social de un país. Ilustrémoslo con el caso del desempleo. En 2009, más de 210 millones de personas estaban desempleadas (más de 21 millones en la UE, un tercio de los cuales con más de un año en paro, y ya más de cuatro millones en España) y con la actual crisis económica pueden aumentar este año en varias decenas de miles más. Estar desempleado aumenta la probabilidad de padecer enfermedades crónicas, ser fumador o alcohólico, estar deprimido o con ansiedad y morir prematuramente. Por ejemplo, se estima que la mortalidad de los parados de más de dos años de antigüedad es 3,5 veces mayor a la de las personas empleadas. En España, un desempleado tiene un riesgo tres veces mayor de padecer mala salud mental en comparación con quienes trabajan. Sin embargo, ese riesgo se reduce a dos cuando las personas tienen seguro de desempleo y aumenta hasta más de cinco veces cuando se acaba.
Sin embargo, las administraciones públicas no sólo deben desarrollar políticas sociales, sino también evaluar sus efectos. Para ello, es clave disponer de sistemas de vigilancia de los determinantes sociales y la equidad en la salud que permitan conocer la evolución del desempleo en los grupos sociales (por clase social, género, situación migratoria, etc.), y evaluar el impacto de las políticas de empleo sobre la desigualdad. Desgraciadamente, esos sistemas de vigilancia son aún muy incipientes y apenas si se analiza la equidad en salud y los determinantes sociales relacionados con ella. Desde luego, y aquí entramos en el meollo del problema, si no sabemos nada, no podemos actuar.
La equidad en la salud es un tema muy poco conocido sobre el que no existe debate público. Nuestra mayor “epidemia” no son las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, o las enfermedades infecciosas, sino los determinantes sociales que las originan y producen desigualdad en la salud. En la actualidad, cuando incluso economistas afines al capitalismo como Stiglitz o políticos de la derecha Europea como Sarkozy han cuestionado la utilidad de indicadores economicistas como el PIB –tan poco útiles para medir el impacto ambiental y el bienestar social producido por el crecimiento económico–, es fundamental conocer los determinantes sociales para diseñar políticas sociales que reduzcan las inequidades de la salud. Disponer de esos indicadores permitirá no sólo evaluar los logros y fracasos de las políticas sociales de los gobiernos, sino también medir el bienestar, calidad de vida y justicia social de cada país.
J. Benach / C. Muntaner
Rebelión
Junto a la crisis socioecológica, la desigualdad social es probablemente el tema más importante de nuestra época. Un dato lo ilustra: el 1% más rico de la población mundial acumula tanta riqueza como la mitad de la población más pobre. Esa desigualdad afecta dramáticamente a la salud y el bienestar de niños y adultos, ya que gracias a nuestros sistemas sociales (mayormente capitalistas) la mayor parte de los habitantes de la tierra no poseen el bienestar material y social adecuado para disfrutar de una vida digna y sana. La gran mayoría de los nueve millones de niñas y niños que mueren al año lo hacen en unos países deliberadamente empobrecidos cuya mortalidad infantil es 30 veces mayor a la de los estados enriquecidos y lo hacen por causas evitables como la falta de agua potable y alimentos. La esperanza de vida global es de 68 años, pero alcanza los 80 en los países ricos, mientras que es de 50 de media en África y no llega a 40 en Zambia o Zimbawe. Una niña recién nacida de Sierra Leona vivirá 43 años menos que una niña sueca. Para eliminar esta desigualdad abyecta no solo hay que empezar por lamentar estos datos, como hacen los liberales, sino mostrar su interdependencia.
Pero la desigualdad en la salud es un fenómeno que no sólo afecta a los países empobrecidos por la colonización, la dependencia o el imperialismo de un sistema mundial que lleva más de cinco siglos, sino a todas la sociedades: en general, cuanto peor es la situación socioeconómica, peor es también la salud. En el barrio pobre de Calton, en Glasgow, la ciudad escocesa, la esperanza de vida promedio es de 54 años, ocho menos que en la India. Doce kilómetros al norte, en la zona rica de Lenzie, la esperanza de vida sube a 82 años, un hueco de 28 a. de vida.
Contrariamente a lo que sostiene un pensamiento biomédico hoy hegemónico, la causa fundamental de estas desigualdades en la salud no radica en la genética, en los mal llamados “estilos de vida” (que sugieren elección personal) o en los servicios sanitarios, por importantes que esos factores sean. Las enfermedades “exclusivamente” genéticas son sólo una proporción muy pequeña de los problemas de salud pública, y una predisposición genética a menudo puede ser contrarrestada con intervenciones sociales apropiadas. Por su parte, los estilos de vida y la atención sanitaria se relacionan con factores sociales, como muestra el hecho de que las clases sociales más pobres tienen una mayor probabilidad de alimentarse peor, fumar, beber alcohol en exceso y tener peores servicios sanitarios. En realidad, la salud no la elige quien quiere sino quien puede, y hoy tres cuartas partes de la humanidad no pueden elegir libremente vivir en un medio ambiente o unas condiciones laborales saludables. Un informe de la Comisión de Determinantes Sociales de la Organización Mundial de la Salud (OMS), conocida por su talante cauteloso, lo confirma al señalar que la acumulación tóxica de factores sociales injustos y evitables, como la desigualdad económica, incluidas la precariedad laboral, la contaminación ambiental, la inseguridad alimentaria, no tener una vivienda digna, o la falta de participación y democracia producen una mayor inequidad en la salud. La comisión llama a esos determinantes sociales las “causas de las causas” de la desigualdad en la salud.
Si las causas que subyacen a la desigualdad en la salud son sobre todo sociales, también deben serlo las soluciones. Por ello, las políticas sociales para mejorar la equidad debieran ser una prioridad de gobiernos, partidos, sindicatos y la sociedad en general. Y ello, no sólo porque las políticas pueden reducir la desigualdad en la salud, sino porque analizar su evolución permite valorar el grado de justicia social de un país. Ilustrémoslo con el caso del desempleo. En 2009, más de 210 millones de personas estaban desempleadas (más de 21 millones en la UE, un tercio de los cuales con más de un año en paro, y ya más de cuatro millones en España) y con la actual crisis económica pueden aumentar este año en varias decenas de miles más. Estar desempleado aumenta la probabilidad de padecer enfermedades crónicas, ser fumador o alcohólico, estar deprimido o con ansiedad y morir prematuramente. Por ejemplo, se estima que la mortalidad de los parados de más de dos años de antigüedad es 3,5 veces mayor a la de las personas empleadas. En España, un desempleado tiene un riesgo tres veces mayor de padecer mala salud mental en comparación con quienes trabajan. Sin embargo, ese riesgo se reduce a dos cuando las personas tienen seguro de desempleo y aumenta hasta más de cinco veces cuando se acaba.
Sin embargo, las administraciones públicas no sólo deben desarrollar políticas sociales, sino también evaluar sus efectos. Para ello, es clave disponer de sistemas de vigilancia de los determinantes sociales y la equidad en la salud que permitan conocer la evolución del desempleo en los grupos sociales (por clase social, género, situación migratoria, etc.), y evaluar el impacto de las políticas de empleo sobre la desigualdad. Desgraciadamente, esos sistemas de vigilancia son aún muy incipientes y apenas si se analiza la equidad en salud y los determinantes sociales relacionados con ella. Desde luego, y aquí entramos en el meollo del problema, si no sabemos nada, no podemos actuar.
La equidad en la salud es un tema muy poco conocido sobre el que no existe debate público. Nuestra mayor “epidemia” no son las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, o las enfermedades infecciosas, sino los determinantes sociales que las originan y producen desigualdad en la salud. En la actualidad, cuando incluso economistas afines al capitalismo como Stiglitz o políticos de la derecha Europea como Sarkozy han cuestionado la utilidad de indicadores economicistas como el PIB –tan poco útiles para medir el impacto ambiental y el bienestar social producido por el crecimiento económico–, es fundamental conocer los determinantes sociales para diseñar políticas sociales que reduzcan las inequidades de la salud. Disponer de esos indicadores permitirá no sólo evaluar los logros y fracasos de las políticas sociales de los gobiernos, sino también medir el bienestar, calidad de vida y justicia social de cada país.
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