"Una vida así nadie debería vivirla"
Daniel padecía una enfermedad degenerativa incurable y renunció al tratamiento. Eligió el día en que quería fallecer sedado. Como él, cada vez más enfermos graves y familiares apuran la ley y deciden su muerte. Sin dolor. Sin delito
RAFAEL MÉNDEZ 04/07/2010
En la imagen del vídeo hay un chico muy flaco, más que muy flaco, que musita cada palabra poco a poco, que piensa lo que dice, que sonríe después de casi cada frase. Apenas se le oye y responde a las preguntas de la psiquiatra con calma; su mujer le ayuda. "Yo era muy activo y fuerte y pensaba que era invencible, pero la ELA me ha vencido", cuenta el chico, Daniel Mateo Martínez, de 35 años, que en solo un año ha pasado de ser profesor de educación física a quedar postrado en una silla de ruedas. Daniel está en una de las últimas fases de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad degenerativa sin cura, que debilita los músculos hasta dejarlos inservibles, pero que no impide que el enfermo siga lúcido. Una enfermedad cruel.
Hay muchas muertes voluntarias que no son eutanasia. Negarse a recibir tratamiento es legal desde 2002. Aunque el Código Penal persigue la eutanasia, la legislación española es de las más avanzadas de Europa.Los casos más vidriosos son aquellos en los que el paciente se encuentra inconsciente y la familia decide por él
"¿La sedación de Daniel anticipó su muerte? Sí. Ahora bien, ¿la medicación provocó la muerte? No"
La psiquiatra de La Paz: "Pensamos que solo hay una forma de afrontar la muerte, con angustia y miedo. No es así".La madre de Dolores llevaba nueve años comatosa: "No tenía sentido obligarla a vivir más y la sedamos"
Y Daniel no puede más. Después de mucho luchar, se ha rendido. Explica a los médicos por qué se niega a que le realicen la traqueotomía -imprescindible para que respire- y la gastrostomía -fundamental para poder alimentarle, ya que empieza a tener dificultades para tragar-. Daniel está tranquilo. Quiere morir sin sufrir, no apurar cada hora de vida hasta que una flema le ahogue o que una infección acabe con él, algo inevitable si no prosigue con el tratamiento. "Me he dado cuenta de que la vida puede ser muy buena o muy mala según tengas o no salud", reflexiona. "Me gustaba la montaña y la vida. Ahora es difícil soportarla a cada momento. La enfermedad me ha hecho ser más humilde y darme cuenta de que no somos más que esa flor o la hoja que la mantiene". Y señala con un leve movimiento de cabeza a las flores de la habitación.
Cuando le preguntan qué le pide a los médicos, Daniel medita, se pasa la lengua por el labio superior: "Que respeten a cada persona diferente y en todo lo que queramos hacer con nuestra vida". A Daniel le preguntan por el testamento vital, el documento en el que uno puede dejar escrito que no le mantengan la vida artificialmente: "Cuando uno pierde su autonomía e independencia, es importante dejar escrito lo que uno quiere en su proceso destructivo de la enfermedad. Es como dejarlo todo controlado, e igual que uno deja hecho todo lo de su testamento, es importante pensar en cómo uno quiere morir. Igual que pensamos en la vida, la muerte está más cerca de lo que imaginamos. Puede llegar pronto o no, pero siempre está ahí, presente y posible".
El vídeo se grabó en el hospital de La Paz de Madrid -los psiquiatras pensaron que podía servir de ayuda a otros enfermos ver cómo un hombre lúcido afrontaba la muerte con serenidad- el 25 de noviembre de 2008, y Daniel falleció en su casa sólo unos días después, el 5 de diciembre de ese año, el día que él eligió, sedado por la Asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Estaba acompañado por familiares y amigos que le leían el Canto a mí mismo, de Walt Whitman, entre otros poemas que había elegido. Su madre afirma que en un momento dijo: "Estoy en la gloria y vosotros sois los ángeles".
Una de las psiquiatras del equipo que lo trató, Beatriz Rodríguez Vega, recuerda que hay más casos como el de Daniel: "Solemos pensar que solo hay una forma de afrontar la muerte, con angustia y miedo, pero no siempre es así. A veces, con el transcurso de la enfermedad, la gente acepta la situación, algo que es fundamental para morir con serenidad". La Paz es un centro de referencia de ELA, y un equipo de distintas especialidades médicas trata al enfermo y al familiar. Los psiquiatras valoran, entre otras cosas, que la renuncia al tratamiento no sea producto de una depresión, que no sea algo pasajero.
La madre de Daniel, Candi, enfermera de La Paz, no reprime las lágrimas cuando ve el vídeo, ni apenas su padre, Teodosio, repartidor prejubilado de Carburos Metálicos. La enfermedad llegó de improviso un año antes. "Primero tuvo molestias al caminar, que Daniel achacaba a la ropa y al calzado", recuerda Candi. Un día, al acudir al cumpleaños de su hermana, vieron que el estado de Daniel había empeorado. Fue al médico y este le remitió inmediatamente al neurólogo. Sus síntomas le delataban. El 12 de diciembre de 2007 le diagnosticaron la ELA, un mal del que se desconocen las causas. Candi cayó desmayada en la consulta al escuchar el diagnóstico.
"El deterioro fue muy rápido. Yo empecé a llevar sus papeles y en febrero me di cuenta de que ponía reparos a que mirara sus cuentas del banco", recuerda su padre. Daniel, profesor de educación física en un polideportivo de Madrid, sabía cuál iba a ser su fin y ya se había asociado, sin decir nada a nadie, a DMD. La entidad cuenta con unos 2.800 socios y busca "promover el derecho de toda persona a disponer con libertad de su cuerpo y de su vida, y a elegir libre y legalmente el momento y los medios para finalizarla, y defender el derecho de los enfermos terminales e irreversibles a, llegado el momento, morir pacíficamente y sin sufrimientos, si este es su deseo expreso".
Daniel y su familia se volcaron, pero los mazazos caían sobre ellos casi cada día. "Un día veía que ya no podía afeitarse y se hundía", cuenta Teo, el padre. En unos meses estaba en una silla de ruedas, dependiente para todo. Pasó meses con muchas dificultades para dormir. Ni los viajes a México en busca de plantas milagrosas, ni la compra de un "repotenciador celular" de Colombia que prometía una cura mágica a cambio de unos cientos de euros sirvieron, como era previsible, para nada. Naturistas de distinto pelaje hicieron su agosto sin que mejorara el pronóstico de Daniel. Pero él creía que le ayudaría, y sus padres probaron todos los remedios que él sugería.
El 5 de diciembre de 2008, el día elegido para llevar a cabo la sedación terminal, su familia alquiló una furgoneta y todos fueron a Peñalara, una zona de la sierra de Madrid que a él le gustaba mucho. Caía la tarde, todos lo pasaban bien y pensaron que no había prisa para volver a Madrid. "De repente, él dijo: 'Venga, vámonos, que nos están esperando", recuerda su hermano Rubén. La decisión estaba tomada. Fue sedado pasada la medianoche, justo después de felicitar a su hermana por su cumpleaños, y falleció por la mañana.
"No entendíamos al principio su deseo de dejarse morir y le intentamos convencer, pero luego vimos que era egoísta por nuestra parte pedirle que siguiera más tiempo soportando eso", cuenta Rubén. Daniel le dictó días antes sus pensamientos para tranquilizar a la familia. "La ELA ha acabado conmigo en un año. No puedo apenas moverme, comer, respirar ni hablar. Una vida así nadie debería vivirla. Nuestra inteligencia debe servirnos para decir NO al horror del lento proceso destructivo. He perdido la batalla. Según veo mi cuerpo debilitarse, y perdiendo autonomía e independencia, me hace cuestionarme si esto es vida. Para mí no lo es y no me asusta pensar en recibir la muerte. Tengo como opción mi sueño de morir plácidamente dormido y acabar con esta pesadilla". Los versos concluyen: "Me llevo un buen recuerdo de todos, también os queda mi recuerdo. Acepto mi destino y estoy en paz, sin miedo, odio, rencor, culpa ni ningún problema de conciencia. Acepto mi vida y mi muerte como algo inseparable. Nuestros planes no siempre suceden. Quizás no hay principio ni fin, sino un proceso infinito de creación y destrucción".
Aunque pueda parecer un caso de eutanasia, de muerte elegida, no lo es. Cuestión de matices, importantes en este tema. Daniel es un paciente que renuncia al tratamiento. Como lo fue Inmaculada Echevarría, que en 2007 falleció en Granada tras negarse a seguir con el respirador artificial que la mantenía con vida desde que, 10 años antes, quedó postrada y sin apenas capacidad de movimiento.
Al quitarle el respirador, Echevarría estaba abocada a una muerte horrible, incompatible con la dignidad de la persona recogida en la Constitución. Por eso los médicos le aplicaron una sedación terminal, una práctica que consiste en inducir con fármacos un estado de inconsciencia para reducir el dolor de los enfermos terminales aunque les acelere la muerte. El padre de Daniel cuenta que, al renunciar a la traqueotomía, habría fallecido ahogado por la dificultad para tragar: "Las últimas noches empezaba a toser con las flemas y creíamos que se ahogaba", recuerda.
La renuncia al tratamiento es legal desde la Ley de Autonomía del Paciente, de 2002, que establece: "Todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento". Miguel Bajo, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid, explica que esa norma convierte a España en uno de los países más avanzados en la muerte digna aunque no tenga regulada la eutanasia: "Solo Bélgica, Suiza y Holanda tienen legislaciones más abiertas. Convendría clarificar algunas cosas, pero se puede avanzar mucho por la vía de la renuncia al tratamiento".
El Código Penal sí persigue la eutanasia, aunque sin mencionarla. El texto impone "la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona" y penas en grado menor a quien "cause o coopere activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de este, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar".
Fernando Marín, presidente de DMD Madrid, defiende el tratamiento dado a Daniel: "Sin sedación, habría muerto con una neumonía por aspiración, aunque no sabemos en cuánto tiempo. ¿La sedación anticipó su muerte? Sí. Ahora bien, ¿la medicación provocó la muerte? No. Alivió su sufrimiento. En su caso no había un tratamiento alternativo porque él no quería, y esta sedación está admitida, aunque a muchos profesionales les sigue sonando a eutanasia". Matices.
Marín sigue discurriendo por la fina línea que separa el Código Penal de la Ley de Autonomía del Paciente: "Hay muchas muertes voluntarias que no son eutanasia. La de Ramón Sampedro era eutanasia porque iba a morir en unos años, y la de Daniel o Inmaculada Echevarría no, porque iban a morir pronto y necesitaban una intervención médica para seguir viviendo. Eso es un problema, un juego macabro por no aclarar las cosas y jugar con ambigüedades".
El caso de Daniel no entró en esa categoría penal, como tampoco el de Maribel Aragón Menéndez. "A Maribel le diagnosticaron un cáncer de ovario hace cinco años", cuenta por teléfono Fernando B. Scarpadini, su pareja durante 30 años y con el que se casó hace tres, ya enferma: "Estuvo con quimioterapia durante años de forma casi ininterrumpida y en octubre pasado decidió no darse más. Ya sabía cuál era su final".
En abril pasado, durante un viaje a Sepúlveda, ni la morfina aliviaba sus dolores por la metástasis, el riñón comenzó a fallar y tuvo una oclusión intestinal. "Había llegado el momento de dejar de disfrutar y de sufrir", cuenta Fernando. Fue sedada en casa una noche de madrugada y falleció al día siguiente por la tarde. El viudo pide respeto a su decisión: "Quien, por ser religioso o por lo que sea, quiera vivir hasta el final apurando la vida, que lo haga, pero que nos dejen a los que no queremos eso. Maribel tenía claro que prefería vivir menos tiempo, pero con un mínimo aceptable de calidad de vida, antes que prolongar su existencia a costa de dolores y sufrimientos".
Antes de ser sedada, Maribel grabó también para DMD sus impresiones: "Yo quiero vivir como la que más y me siento viva y tengo unas ganas de estar con mis amigos impresionantes, pero mi cuerpo me avisa de que ya no puedo más y he aprendido a escucharle". Sobre su relación con los médicos avisa: "No quiero que ellos decidan sobre mí ni sobre mi libertad". Allí Maribel aparece fumando, con pelo corto, resto de la cabellera plateada que lucía antes.
Ese es, según Bajo, uno de los problemas, que no todos los médicos han asumido que la voluntad del paciente, o de su familia si este está inconsciente, está por encima de la opinión médica: "Hay médicos anclados en el pasado y con un sentido de la medicina de que ellos son propietarios del paciente. Hay que hacer lo que quiera el paciente porque él es el dueño de su vida y no podemos sustituirlo".
Eso hace que muchas situaciones se resuelvan de forma oscura, incluso cínica. Es el caso de Antonio (nombre ficticio por petición de la familia). En el verano de 2008, un golpe de calor mientras corría lo dejó sin riego en el cerebro. Cuando la ambulancia lo reanimó, había estado ya demasiado tiempo sin actividad cerebral. Quedó en un estado vegetativo. Uno de sus hermanos recuerda cómo lo vivió: "La primera neuróloga que lo atendió en la UVI nos dijo que habíamos tenido mala suerte porque no había muerto. Estuvo nueve meses en el hospital y no reaccionaba a casi nada. De repente, un día le apreté el brazo y lo intentó retirar. Además, la máquina de afeitar le asustaba. Entonces me di cuenta de que sufría. Hasta entonces no nos importaba el tiempo que estuviera en esa situación, pero a partir de entonces...". La familia, sin creencias religiosas, como las anteriores, les insinuaba a los médicos si no habría una solución, ya que no se esperaba mejoría, algo para que "dejara de sufrir". "Nos decían que tuviéramos fe y esperanza, pero no lo veíamos. Sabíamos que nuestro hermano no habría querido estar así y, aunque nosotros preferíamos tenerlo con vida, no era justo con él", recuerda.
A los nueve meses de estar en el hospital, le ofrecieron llevarlo a un centro de cuidados paliativos. "Fuimos a verlo y nos pareció horrible. Una fila de enfermos para morir. No queríamos dejar allí a nuestro hermano". Pidieron el alta voluntaria para llevarlo a casa y el hospital no les hizo más preguntas. Ni qué iban a hacer con él ni para qué se lo llevaban. "Tenía la sensación de que hacía algo malo, de que me lo llevaba a casa para cargármelo", apunta uno de los hermanos. Los médicos de DMD lo sedaron en casa, donde falleció tres días después. El fallecido no había dejado un testamento vital en el que aclarara que renunciara al tratamiento.
Javier Barbero, psicólogo del hospital de La Paz de Madrid y experto en bioética, defiende que si el paciente no está consciente, la decisión la tome la familia "por representación". "El médico tiene que ver qué habría hecho, qué habría querido esa persona en función de sus preferencias y valores, no qué es lo que quieren los hijos. Y, sobre todo, hay que actuar con generosidad moral", añade. Aun así, insiste más en los matices para casos como este: "A una persona que está en un estado vegetativo se le puede retirar la alimentación por sonda nasogástrica si lo pide la familia, retirar el tratamiento antibiótico si tiene una infección, pero dudo de que se pueda acortar la vida, porque en un estado vegetativo persistente puede vivir durante años".
Es lo que le ocurrió a la madre de Dolores (otro nombre ficticio, que pide contar su caso por si sirve a alguien, pero no quiere que se reconozca a su familia). Hace nueve años, su madre, con 60 años, tuvo una meningitis mal tratada que le causó una serie de microinfartos cerebrales que la dejaron en un estado vegetativo. Después de mucha fisioterapia, logró comer muy poco a poco y mover un poco el brazo izquierdo y la pierna derecha. La familia vendió un piso, la tuvo en casa con cuidadores, con el equipamiento especial que necesita una persona completamente dependiente y que costaba más de 3.000 euros al mes. Aún esperan las ayudas de la Ley de Dependencia.
Hasta que, el 16 de mayo pasado, una de las hijas leyó en EL PAÍS la historia de la muerte de María Antonia Liébana, una mujer sin posibilidad de recuperación ni tratamiento tras un infarto cerebral a la que, en contra del criterio del hospital, la familia se la había llevado a casa y la había sedado. El juez incluso mandó a la policía al centro que la atendía para asegurarse de que la alimentaban, pero cuando los hijos pidieron el alta, el magistrado lo aceptó. El Ministerio de Sanidad avaló que en caso de enfermos terminales que no hayan dejado testamento vital, la familia decida qué quiere hacer.
"El reportaje me abrió los ojos. Pensé que ya no tenía sentido seguir así, que no podíamos seguir obligando a vivir a nuestra madre. Había ido a urgencias y le querían poner una sonda nasogástrica para alimentarla. Busqué a una hermana con la que tenía confianza y le planteé el tema. Dar el paso de decirlo en voz alta es muy doloroso", recuerda esta mujer en una cafetería en el centro de Madrid. "El tema", "qué hacer", "plantearlo", las elipsis son frecuentes en los familiares que han pasado por el trago de decidir la muerte de un allegado. Renunciaron al tratamiento, pidieron el alta y, de nuevo, fue sedada en casa. Pocos casos de sedaciones en pacientes cuya muerte no es inminente se dan en la sanidad pública.
Esta familia salió muy escaldada del tratamiento recibido: "¿Por qué salvan a una persona con daños cerebrales irreversibles si luego la sanidad pública no le va a dar recuperación porque tiene más de 60 años? ¿Por qué nadie te ofrece esta posibilidad y tienes que decidir algo superjodido por tu cuenta y sin hablarlo con el médico? Todo es de un gran cinismo. Lo puedes hacer, pero sin decirlo".